Por: Mateo Valencia Atehortúa | @mavaat
Marcados por la tragedia llegaron en 1987 a ocupar el predio que hoy emerge como el barrio de los damnificados. 29 años han pasado desde que un alud de tierra les cayó encima y los obligo, luego de llorar a sus muertos, a marchar hacia el otro extremo de la ciudad donde de la nada se construyó la nueva villa.

Villatina:

Fue el 27 de septiembre de 1987. Tras la explosión se pudo ver una montaña aplastando el barrio. 20 mil metros cúbicos de tierra sepultarían más de 600 personas, que, casi tres décadas después, todavía asoman en forma de cadáver para recordarnos que las tragedias nos marcan para siempre. Corrían las 14 horas de un domingo de septiembre, familias enteras se reunían en casa para celebrar fiestas y primeras comuniones, para levantar oraciones y llamar con la humildad de sus rezos la bienaventuranza que les indicara el camino de la felicidad: «Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados.» La montaña no dio espera, no dio tiempo de correr, de suplicar ni de pedir clemencia. La tierra cayo rauda, se desplomó del Pan de Azúcar y cubrió cuatro cuadras del barrio. Murieron 600. 1500 damnificados.

Medellín vivió aquella tarde una de sus peores desastres naturales. Los recuerdos vuelven tormentosos a la cabeza de los sobrevivientes: huérfanos jóvenes, viudos viejos, vieron como de los escombros salían sus familiares y amigos marchando en sábanas al descanso infinito.

El barrio no sería consolado: la chispa medellinense lo prendería a plomo. Balas hambrientas que devorarían a los vivos que lloraban a sus muertos. Tras la tragedia, violencia.

El terreno de más de una hectárea fue declarado Campo Santo. Una escultura adorna los jardines, las lágrimas adornan los rostros. Todavía se oyen bienaventuranzas.

La mudanza:

El cambio trajo calma. Paulatinamente el terreno comenzó a poblarse. La iniciativa vino del Banco Cafetero, entidad que apoyó la construcción de la nueva barriada, de ahí el nombre. Casitas bajas de una planta empezaron a asomar entre la tierra, las personas fueron segmentando el terreno: blancos arriba, en la montaña; negros abajo, en el valle. Se construyó una escuela y un polideportivo, se pavimentaron las calles y se dio rienda suelta a la vida en comunidad. Hubo dificultades, los nuevos habitantes no sabían que era pagar impuestos, servicios públicos ni ningún monto parecido de los que trae consigo la urbanidad. Algunos devolvieron sus pasos a Villatina, vendieron las casas que la organización Antioquia Presente había donado y marcharon al espiedo. Hay gente que se acostumbra al dolor, que vive para ello, libre elección que no se puede juzgar.

Villa Café:

Hoy vive otra generación, hijos de los hijos de los damnificados. El joven barrio, escondido entre las montañas, trajo para sus habitantes la comodidad que da llevar una vida humilde. Barrio popular donde todos se reconocen por los rostros: el hijo de tal, el padre de pascual, el nieto del otro, y así. Se vive bien, se recuerda con nostalgia de viejo, se comparte como sólo lo hacen los que todo lo perdieron.

Los niños revolotean en las calles, los jóvenes bailan al ritmo del caribe bajo una carpa que la secunda un carrito de comidas rápidas con manjares tan sabrosos como la cordialidad de la señora que lo atiende. Los viejos envejecen con sobriedad, en mesedoras, afuera de las casas, hablando con los vecinos, cambiando el mundo entre argumentos, dando consejos al aire. No hay violencia, las lecciones aprendidas enseñaron que las balas serían el camino para repetir la tragedia de la que salieron hace 27 años. Tampoco hay visitantes, todos son del barrio, hasta los que no vivimos en él. Villa Café nos recuerda uno de los episodios más trágicos de nuestra ciudad, la brutalidad de la caprichosa naturaleza; la grandeza de la gente, su sobriedad para vivir, su alegría, su cordialidad nos dicen que las cicatrices hay que mostrarlas con orgullo de historiador, pero con el optimismo de las bienaventuranza: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra».

Categorizado en: